Neuróticas, aceleradas, determinantes, decididas. No, no hablamos de alguna de las féminas de Almodóvar –tranquilo, papá-, sino de las de Howard Hawks.

Hay que reconocerlo: podían llegar a ser insoportables. Al pobre de Cary Grant le tenían frito. Recordemos a la hiperactiva y cabezona Katharine Hepburn en La fiera de mi niña o a la empeñada Paula Prentiss en Su juego favorito, o, por supuesto, Rosalind Russell: ¿qué periodista no sueña con mostrar su agudeza y rapidez?

Pero Grant no era el único. También pasaba lo suyo Gary Cooper en Bola de fuego, enfrentado, de nuevo, a la efervescencia de Barbara Stanwyck, una particular Blancanieves que conseguía distraerle del alto propósito de finalizar su querida enciclopedia junto a los otros enanitos. O, cómo no, Humphrey Bogart, enfrentado a la magnética Lauren Bacall dándole alguna que otra lección.

Rompían esquemas sin despeinarse, y eran tan importantes en el devenir de los acontecimientos que, desde luego, iban más allá del habitual papel de comparsa al que se las sometía en el cine de Hollywood. A mí me hubiese gustado ser una de ellas por el simple hecho de saber silbar –que en los conciertos es muy práctico-, aunque siempre me quedará el recurso de tirar de algunas de sus frases más o menos lapidarias.

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