Como en aquel momento en el que Woody Allen le pide a Diane Keaton en Annie Hall que para quitar tensión a su cita se den un beso cuanto antes, cuando se habla de Terrence Malick es mejor ventilar otro clásico cuanto antes: decir que es el Salinger de la gran pantalla.

Sí, Malick es un cineasta con fobia a la prensa y a mirar a la cámara por otro lado que no sea el visor, lo cual le ha rodeado siempre de un aura de misterio. Más aun cuando hasta hace pocos años se caracterizaba por tomarse su tiempo en rodar películas, treinta años para las tres primeras: Malas tierras, Días del cielo y La delgada línea roja. Ahora las cosas han cambiado y de tan prolífico que se ha vuelto hasta un aficionado le grabó en mitad de un rodaje, lo cual nos permitió saber que habla y se mueve como un ser humano normal.

En los últimos años han llegado películas más frecuentemente, si bien su acogida ha sido muy desigual: To the Wonder, Knight of Cups (quizá la que más me gusta dentro de sus últimos trabajos), Song to Song o su documental Voyage of Time. Su última criatura fue Vida oculta, basada en la vida real del austriaco Franz Jägerstätter, un hombre de fe inquebrantable cuya historia me pareció personalmente difícil de asimilar por muy maliquiana que sea. Pero mi devoción por el director es una buena excusa para trastear en su fantástica filmografía y descubrir cinco escenas que pueden invitar a otros a despertar un mínimo afecto hacia su trabajo.

Malas tierras

Su historia es tan tremendamente sencilla –un chico y una chica que huyen juntos ‘hacia lo salvaje’-, que pocos la hubieran sabido contar bien. Aunque hubiese seleccionado también el primer encuentro de la pareja, tremendamente delicioso, me quedo con ese momento narrado en off, para pánico de Robert Mckee (teórico del guión que debe tener una diana con la foto de Malick), en el que el personaje de una siempre hipnótica Sissy Spacek narra su fascinación por su aventura y piensa acerca de su vida y de las personas que pudieron o no estar involucradas, mientras observa (y el espectador también) una serie de fotos antiguas.

Días del cielo

Piensa en Hooper, en Andrew Wyeth, quizás también en Millet y ya empiezas a visualizar de qué materia está hecha esta película. Si hubiese que elegir una escena representativa, sería la escena del incendio, todo un hito en la carrera de su director de fotografía, Nestor Almendros (Malick siempre elige a los mejores para su contemplativo cine y de los últimos es el gran Emmanuel Lubezky). También sería interesante elegir alguna de Sam Shepard, además de actor, fantástico cronista de los últimos porvenires del sueño americano.

Pero me quedo con la escena en la que la joven actriz Linda Manz narra sus andanzas de buscavidas junto a los personajes de Richard Gere y Brooke Adams. Ese tono tan auténtico con ese aire de despreocupación la emparenta con personajes más recientes del cine independiente, como el de la joven Quvenzhané Wallis en Bestias del sur salvaje.

La delgada línea roja

Una de las mejores películas de los 90, pero el año en el que optaba al Oscar se lo llevó Shakespeare enamorado (sus fans se encuentran en paradero desconocido). Recordada sobre todo por los muchos recortes y cambios que realizó en los papeles de varios intérpretes (Mickey Rourke desapareció directamente), en esta joya sobre cómo la guerra viene a alterar el orden natural de las cosas, Malick dejó escenas prodigiosas. Una de ellas es el ataque al campamento japonés, en la que la música de un muy inspirado Hans Zimmer potenció la fuerza de una cámara con movimiento arrollador.

Pero hay en ella otros instantes poderosos, como aquel escalofriante en el que Witt, en el rostro de Jim Caviezel, contempla el rostro semienterrado de un soldado enemigo muerto y se pregunta acerca de su calidad humana o, por supuesto, el arranque de la cinta. Todos sabemos que Youtube es limitado y por eso declina la difícil elección hacia el momento cumbre en los tiras y afloja del, digamos, idealista (Caviezel) frente al realista (un Sean Penn muy controlado), que le dice en ese magnífico lugar abandonado: “No sé cómo lo haces. Para mí eres un mago”.

El nuevo mundo

De nuevo hubo aquí actores que salieron un poco frustrados de la experiencia. Christopher Plummer temía que la cámara le siguiese hasta en el baño y no se cortó en decir que el cineasta “necesita un escritor”. Ben Affleck, protagonista de To the Wonder, resumía lo que puede ser la causa de tanto resquemor: cuando el actor cree estar dando el do de pecho, Malick lleva la cámara hacia un árbol.

Con El nuevo mundo, Malick se hace una aproximación a la historia de John Smith y Pocahontas y consigue el que se puede considerar su trabajo con menos fuerza. En él sigue dando forma a sus ideas acerca de la naturaleza y el amor como prueba de la existencia de una fuerza divina que se encuentra hasta en las pequeñas cosas. La escena más apabullante viene al final, otra comunión perfecta de música e imágenes imposible de olvidar y capaz de remontar cualquier mal momento anterior.

El árbol de la vida

Esta película empezó a hacer más honda la separación entre los defensores y detractores de Malick. Con una estructura discutible, El árbol de la vida es una de las más grandes experiencias que se puede vivir en un cine. Fascinante, sobrecogedora y muy poética, resulta especialmente intensa cuando muestra imágenes de la formación del universo gracias en parte al poder de la música de Preisner (el tema forma parte de su Requiem for a Friend, que dedicó al fallecido cineasta Kieslowski).

Pero resulta especialmente recomendable en su plasmación del surgimiento de una familia en la que la madre abre puertas a sus tres hijos y el padre se empeña en restringir su mundo. El mundo de la infancia pocas veces se ha retratado con tanta sensibilidad. Es difícil quedarse con una escena, pero la condensada historia de amor y el nacimiento del niño es una de las grandes. También un buen broche a estas cinco escenas de un director que parece no querer dejar de trabajar, para regocijo del buen aficionado.

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