Si piensas con atención en varias películas seguro que eres capaz de situarlas en una estación concreta. Las más fáciles son las que se desarrollan en un corto espacio de tiempo, como ese día interminable en Atrapado en el tiempo, más invernal imposible; o las que recogen esas estaciones en el título, especialmente los cuentos de Rohmer; esos últimos veranos que son de repente, de Boyita, en La Goulette o plenos. Pero otras se asocian indiscutiblemente a una estación gracias a la fuerza de sus imágenes. Otoño es La doble vida de Verónica: esas hojas, esa lluvia, ese tronco cuya textura se palpa. Invierno es indiscutiblemente Dublineses (¡ay, ese final!)

En la primavera cinematográfica hay, por supuesto, una celebración de la naturaleza y de los espacios abiertos, y en eso tiene mucho que decir, por ejemplo, Sonrisas y lágrimas con ese comienzo de buen rollo expansivo (que se desinflará en buenismo invasivo), pero aún hay más.

Una tendencia irresistible son las historias que lleva a personajes encorsetados (piensa en algo victoriano y acertarás) a un entorno natural muy bello. Siempre sucede algo inesperado. Una habitación con vistas, por ejemplo, con ese beso en campo abierto; pero también Picnic en Hanging Rock y su tenebroso suceso (por cierto, ambas muy grandes novelas).

En ese picnic de Peter Weir una flauta de pan nos preparaba para el misterio, pero también era el elemento primaveral clave: pon un instrumento de viento madera en tu banda sonora y ya tienes media estación situada. Y si te centras en buscar algo más específico y que no te haga pagar derechos de autor, vete a la música clásica. Escoge la Pastoral de Beethoven, y tienes todo hecho: bien lo sabía el guionista de Cuando el destino nos alcance, donde un anciano pedía escuchar ese tema antes de morir, mientras contemplaba imágenes de una naturaleza exultante.

Josh Radnor también usa este tema de Bethoveen en esa encantadora suma de ocurrencias que es Amor y Letras, una película que trae otro tema muy primaveral: el entorno académico. Si piensas en historias escolares o universitarias, viene a la cabeza la primavera. Cuando el profesor alternativo de turno saca de las aulas a sus alumnos y les hacen descubrir las maravillas del mundo es mejor hacerlo en primavera, porque en ese guión casi siempre se va a llegar al final de curso: esto es, antes de verano. Tanto despertar cerebros llevará a muchos descontentos, pero eso lo dejamos para el invierno.

Los despertares sexuales suelen ser en la estación estival. Piensa en cine francés, de nuevo Rohmer y sus escenas en la playa, o Techiné y Los juncos salvajes. Pero la primavera suele ser la estación ideal para desarrollar esos amores inesperados y tremendamente pasionales de personajes más maduros. Creo que pocos han podido reflejar de manera tan contundente esa fusión de un paisaje efervescente con la sexualidad como lo hizo David Lean en La hija de Ryan, con ese sonido del viento cambiante sincronizado con los gemidos de los amantes. Y más cerca en el tiempo, el brío, el estilo con el que se da el giro pasional en Yo soy el amor, muy conectada también con una huida hacia lo inesperado.

Ejemplar también la efusividad natural que Pascale Ferrán imprime a su adaptación de Lady Chatterley, demostrando que la lluvia es otro elemento esencial de esta época. Este fenómeno meteorológico siempre ha traído muchos besos y pasión (hablaba aquí precisamente del de El hombre tranquilo la semana pasada). Recordemos en este momento la escena en medio de un aguacero y en un campo de trigo en el Match Point de Woody Allen, no tan acertado en otras escenas eróticas de esta película. Hay que ver menos cine e ir más al campo. No digo más.

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