Los viajes en trasporte público me han procurado siempre un pasatiempo imposible de abandonar: fijarme en los títulos de los libros que la gente lee: con ese dato ya tienes el personaje hecho. En el cine, también. En sus escritorios, en sus mesillas, en sus manos, hay libros que te están susurrando al oído; que están abriendo un gran paréntesis que de otra manera costaría mucho rellenar.

La Nouvelle Vague ha sido una mina mostrando personajes que leen. Especialmente Truffaut y su Antoine Doinel, que de pequeño ama Balzac, que en la cama lee un libro sobre la mujer japonesa mientras su esposa uno sobre Nureyev, que se ve a sí mismo con El libro rojo de Mao. También Godard, que en Vivir su vida muestra con detenimiento las lecturas de su joven protagonista, como los cuentos de Poe; y Rohmer, cuyo héroe en Mi noche con Maud vive obsesionado con Pascal (y quién no).

En alguna película te preguntas, sin embargo, qué libro será ese que su protagonista tiene en las manos. En Lo que queda del día la gran escena llega cuando el mayordomo quiere evitar que el ama de llaves (con la que tiene una clara conexión sentimental) se entere de lo que está leyendo y da lugar a una escena cargada de erotismo, sin que suceda nada más allá que un pequeño tira y afloja que termina con el descubrimiento de que ese libro es “una tonta historia de amor”. Vale, aquí no necesitamos título.

Otros como El guardián entre el centeno deben tener récord de apariciones. Especialmente en ese argumento recurrente con un profesor de literatura (siempre, siempre es el más interesante) procurando a sus pupilos lecturas apasionantes, porque entre ellos siempre va a haber uno (el protagonista) que querrá ser escritor. También está presente en películas dispares como El resplandor o en The Good Girl, donde el personaje de Jake Gyllenhaal se hace llamar a sí mismo Holden, en honor al libro.

Pero hay otros modos de que la literatura deje su huella en el cine. Hay libros que tienen un protagonismo especial, como las Cartas de la joven portuguesa en La doble vida de las palabras (Isabel Coixet adora introducir referencias bibliográficas en sus películas) una recomendación que su protagonista hace a la mujer de un gran amigo, hecho que desencadena un pequeño desastre: “Uno no debe regalar según qué libros a personas que pasan mucho tiempo solas”, reconocerá.

Sabemos, además, que la literatura está especialmente presente en el cine, ya que se han adaptado muchos libros con mayor o menor fortuna (esta semana se estrena la que se ha hecho de On the Road); pero ha sido realmente gozoso mostrar los intentos de adaptar dos novelas que se plantean inadaptables en dos títulos imprescindibles: El ladrón de orquídeas, cuyo libro está en manos del personaje principal durante gran parte del metraje y en Tristam Shandy, en la que aparece muy poco.

Dostoiveski y Tolstoy han sido exprimidos con fruición en diferentes adaptaciones, pero también sus libros han estado en manos de muchos personajes. No es casualidad (nunca lo es salvo, que a Tarantino le dé por poner ante la cámara algún libro que lee alguien de su equipo) que Crimen y castigo sea la lectura del protagonista de Match Point, o El idiota, en El maquinista. Anna Karenina de Tolstoi suele estar muy presente en las lecturas de protagonistas muy soñadoras, como la de la deliciosa El bazar de las sorpresas, donde se intercambia cartas con un desconocido al que decide conocer llevando como identificación ese libro con una flor en sus páginas. Guerra y paz por su parte tiene gran presencia en El lector.

Otros clásicos como Miss Dalloway marcan la vida de sus tres protagonistas, una de ellas, su autora: Virginia Woolf. Herodoto empezó a despertar la curiosidad de muchos lectores gracias a la película de El paciente inglés. Libros de Nietzche son lectura de cabecera para Kevin Kline en Un pez llamado Wanda y Paul Dano en Pequeña Miss Sunshine… y así muchos más.

Un libro en manos de una persona anónima es como un altavoz de sus inquietudes. Un libro bien escogido en manos de un personaje de ficción trata al espectador como un ser con algo en la sesera, aporta riqueza y, por qué no reconocerlo, da mucha vida al cinéfilo de pro, que tiene mucho material del que hablar. Doy fe.

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