Uno de los textos fundacionales del blog. Que lo disfruteis.

 

Acomodada en la butaca he terminado reconociendo que el cine es un verdadero acto de vampirismo a la manera en que se mostró en Arrebato o El fotógrafo del pánico. La cámara parece captar algo más que la imagen y, como en muchas culturas reconocen, parece robar el alma de los retratados. El caso es que los directores, los primeros espectadores de lo rodado, han llegado a realizar verdaderas declaraciones de amor a sus actrices -o, según el caso, a sus actores-, haciendo que, gustase más o menos el encanto de las filmadas, nos conquistasen con muy poco: un movimiento de cabeza o una simple mirada.

Me fascinó siempre la manera en que Kieslowski mostró a la actriz Irene Jacob. En Rojo, pero sobre todo en La doble vida de Verónica, la dotaba de una sensibilidad y una gran intuición que le hacían pensar que no estaba sola en el mundo. Nos ofrecía unos unos planos magistrales de la intérprete con los que era imposible no pensar que en esos momentos el director realizaba un verdadero acto de adoración a su musa.

Truffaut fue uno de los que más se rindió al encanto de sus actrices. Su alma fetichista, quiza en menor o mayor medida como la de todo cinéfilo de pró, le llevó a realizar en películas como Vivamente domingo incalculables rendiciones al encanto de Fanny Ardant, que se convertiría en su pareja sentimental. Godard también lo haría con Anna Karina, tan irresistible en Vivir su vida, captándola en toda su magnitud y siguiendo cada uno de sus movimientos con sincera devoción.

Luchino Visconti hizo lo propio con su moreno objeto de deseo antes de que éste se convirtiera en uno rubio: Helmut Berger. El oscuro adorado era Alain Delon, que nunca estuvo tan atractivo como cuando el italiano le filmó en Rocco y sus hermanos. Un plano lo decía todo: aquel en el que se duchaba junto a su bruto hermano en el gimnasio de boxeo y tras aparecer en escena un empresario con intenciones poco claras se nos ofrecía un primer plano de su bellísimo rostro. Inigualable.

Los directores realizan para el espectador el trabajo sucio de robar almas. Son los creadores de mitologías, los que sirven en bandeja a ese maravilloso conjunto de seres que nos hacen soñar con que el cine, más que pura evasión, es un catálogo de momentos vitales irresistibles. También un analgésico que nos cura contra toda su fealdad y nos recuerda, al contrario que esa figura que todo emperador romano llevaba en su cuadriga, que podemos ser inmortales. Jacob, Ardant y tantas otras lo consiguieron. Fue por obra y gracia de ese director que supo amarlas.

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