De entre las imágenes contempladas  durante mi infancia en el obligado blanco y negro de nuestra phillips de 14 pulgadas, recuerdo muy especialmente los fotogramas de Picnic en Hanging Rock. En ellos, unas jóvenes atraídas por un lugar intrincadamente rocoso se liberaban de unas medias negras que contrastaban con sus pulcros vestidos blancos de muselina. La mejor película australiana de la historia, se decía de ella. Volví a verla hace un año más o menos y me siguió pareciendo terriblemente inquietante, de esas historias que te dejan una mezcla de fascinación y mal cuerpo, acrecentada con esa melodía musical esquiva y juguetona de viento madera que pone los pelos de punta.

A pesar de recibir con alborozo la publicación en España de la novela de Joan Lindsay en la que se basó la película –fantásticamente editada por Impedimenta-, su lectura fue quedando pendiente. Ahora que acabo de terminarla, no puedo hacer más que recomendarla vehementemente.

Picnic en Hanging Rock posee varios elementos que la hacen irresistible. Por un lado, un gran misterio configurado por una narradora que sabe manejar muy bien las formas del suspense. Por otro, ese choque entre una sociedad encorsetada heredada de Inglaterra y la naturaleza agreste de Australia; un país a medio hacer al que tantos llegarían siguiendo la siempre dulce promesa del oro o, al menos, un suelo más accesible que los muy preciados terrenos de la vieja Europa.

La fascinante narración de Lindsay pone al lector ante dos escenarios principales. Por un lado, el internado Appleyard: “Todo un anacronismo arquitectónico en medio de la abrupta maleza australiana. Un lugar incongruente, sin esperanza, propio de otra época y de otro continente” (pág. 20). Por otro, la presencia siempre amenazante de la formación volcánica de Hanging Rock: “El ojo humano era lamentablemente incapaz de abarcar tan monumentales configuraciones de la naturaleza” (pág. 56). En ese lugar tres alumnas y una profesora se perderán el día de San Valentín, el día de las ansias amorosas no colmadas o confusamente dirigidas ante la falta de consecuentes objetos de deseo.

Será el día en que estas jóvenes perderán su inocencia, o, como tan acertadamente señala en su prólogo Miguel Cane, se “desvirgarán”, quedarán tocadas de por vida ante unos hechos sin explicación. El momento en que romperán con ese aislamiento “de cualquier contacto natural”, y en que esos corsés “que les oprimían el plexo solar” no podrán servir de escudo contra lo inesperado.

Joan Lindsay es la mejor guía posible para un relato de misterio propio de oscuras mansiones y bosques ingleses, de una historia de un autor decimonónico, y, sin embargo, llevado a la luz cegadora de las antípodas y concebido en 1967. Me rindo ante momentos como estos y con ellos termino mi recomendación:

“Siempre hay algún instante en nuestro globo giratorio que no se deja medir bajo los parámetros que empleamos habitualmente para controlar el paso del tiempo. Es algo que experimentan a diario millones de personas. De pronto dan con un fragmento de la eternidad que jamás tendrá relación alguna con el calendario ni con los movimientos del reloj” (pág. 199).

“A pesar de lo que verdaderamente nos interesa de esta historia son los hechos reales que tienen lugar a plena luz del día (…), la experiencia nos muestra que el alma humana es capaz de los mayores atrevimientos durante las horas de silencio que transcurren entre la medianoche y el amanecer. Rara vez se habla de esas horas de fecunda oscuridad, cuyos secretos frutos generan la paz y la guerra, el amor y el odio, la subida al trono o el destronamiento de los reyes”. (pág. 214).

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