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Daniel Craig nos cambió los esquemas. Rubios así, por lo general, son los malos –“que no las rubias”, dice, pidiendo la palabra, el Sr. Hitchcock-. También los pelirrojos, los tipos con perillas y barbas, con pelo largo o calvos, tatuajes extraños, gente que se salga de la norma: pelo oscuro corto y cara afeitada. El malo es el otro, el diferente, el de rostro, digamos, con personalidad –otra cosa en contra de Craig, por más que digan que “tiene cara de obrero del este”, o precisamente por ello–. Una vez identificado el ser al que despreciar, así no nos perdemos en el quién es quién en la trama, que luego nos da por preguntar en el cine. Eso sí que no.

Volviendo al tema Craig. O al tema, así, en general. No sé de qué nos quejamos: para que un actor sea un buen James Bond tiene que parecer a priori el menos indicado. Sir Ian Fleming se mostró muy disconforme con la elección de Sean Connery. Él quería a Cary Grant –que era demasiado caro (“y demasiado bueno para esas películas”, pensarán muchos)-, pero tras ver el resultado, quedó bastante contento. Incluso dotó al personaje en posteriores historias de ancestros escoceses.

La primavera era él saliendo de las aguas, mientras el invierno del descontento llegaba para algunos seguidores insobornables de la saga

Lo mismo, pero con más conocimiento de causa y fans implicados, pasó con Craig. Casino Royale puso las cosas en su sitio, y no fue solo porque el actor demostrase estar a la altura, sino porque la película dio en el clavo con una trama vibrante y guiños al público femenino, bastante harto de las maneras del agente. La primavera era él saliendo de las aguas, mientras el invierno del descontento llegaba para algunos seguidores insobornables de la saga: “¡Se han cargado el estereotipo!”, resuena todavía en la red.

Craig no es el elegante, el señor de maneras sutiles, el tipo con estatura que es James Bond –o que pensamos que es: las novelas de Fleming pueden discutir esa imagen–. Pero sobre todo ¡es rubio!, y no ese rubio oscuro de Roger Moore que es casi más castaño claro –que para eso también hay debate, mucho ojo–. No. Es la quintaesencia del pelo claro: las cejas desaparecen y así no hay quien frunza el ceño en condiciones.

¿Por qué ha tardado tanto en aparecer un 007 así? ¿Es que no había otros actores de cabellos dorados disponibles? Silencio total. Ah no, por allí se oye el nombre de Steve McQueen. Por supuesto, el Rey del cool tendría derecho a serlo. La huida, Bullit o, sobre todo, El caso de Thomas Crown, pueden dar pistas. El propio Pierce Brosnan – un Bond con cierta desgana– interpretó su papel en el remake de la última mencionada y Daniel Craig está dando vida a personajes que a él le irían como anillo al dedo. Recordemos su secundario en Múnich o su protagonista en Crimen organizado. Ahí dejo este cóctel molotov. Y pensando en más rubios coetáneos de Sean Connery nos pueden venir a la cabeza Richard Harris, Peter O’Toole o Paul Newman, más mayor, pero con punch. Pensemos en Harper, investigador privado. Sería cuestión de intentarlo.

Más adelante, en los 70 y en nuestros queridos 80, épocas de Roger Moore y Timothy Dalton, acuden al rescate Robert Redford (lo de lavar el pelo Meryl Streep, flaco favor), Rutger Hauer (nuestro querido enemigo), o William Hurt (más bien nacido más sufrir), por lo que finalmente no hay material disponible. Piensas en buen porte y energía, y en los 90 te cuadra Sean Bean, un tipo muy versátil, pero que precisamente por eso hizo de malo en Goldeneye. Nos quedamos sin opciones.

Es un hecho: nunca habrá suficientes actores rubios para interpretar héroes así por el simple hecho de que no hay suficientes para hacer de malos: mirad lo que le ha pasado al pelo Javier Bardem.

Dicho todo esto, que no son más que excusas, me alegro de la elección de Daniel Craig y de la calidad de Casino Royale, Skyfall o la última, Sin tiempo para morir, donde está otra vez muy bien y la película es fantástica.

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