Que sí papá, que sí: John Wayne es la leche y yo todavía no me he dado cuenta”.

Todo el tiempo me lo decía y yo ya me cansé de rebatirle (era fácil, piensa en sus años en la Asociación Nacional del Rifle…).

Eso sí, para fastidiarle le mencionaba que John Ford siempre lo sacó tan bien porque en el fondo estaba enamorado de él. Para muestra un botón. ¿Recordáis el momento en que aparece por primera vez en La diligencia? La cámara se acerca mientras él hace girar su rifle y no enfoca hasta el final su cara: ahí sí que estaba atractivo. Fue su gran bautizo en la gran pantalla. Ha nacido una estrella.

De andares inconfundibles y más bien seco cuando no era bien dirigido, se convirtió en el gran intérprete del western gracias a papeles como el Ethan de Centauros del desierto -un outsider racista y rencoroso-, o Tom Doniphon -otro outsider- en El hombre que mató a Liberty Valance o Thomas en Río Rojo -¡Ay, otro outsider!, va a ser que el western es más radical que la generación beat, ¡y yo sin enterarme!-, una de las películas con más dobles sentidos eróticos (“Me gusta tu pistola”) que hizo con otro director que le sacó el máximo provecho, Howard Hawks.

Aunque frecuentemente interpretaba papeles a los que les gustaba la violencia más que a un tonto un lapicero -qué fuerte lo de dispararle al cadáver de un indio a los ojos para que no encontrase su paraíso-, de vez en cuando se mostraba encantador. En El hombre tranquilo, le pasaba eso: se tranquilizaba. Todo porque era un boxeador traumatizado que buscaba la paz en su aldea irlandesa de origen y de paso se casaba con la pelirroja del lugar, la encantadora Maureen O’Hara. Esta cinta dio de sí no pocas discusiones con mi padre. Que “mira si es cabroncete `el Wayne´, dándole estopa a la pobre chica”. Que “anda que hacerla andar medio descalza por todo el prado”. Él siempre me contestaba que había que verlo en su contexto, pero vamos, por más que le daba vueltas al asunto no le encontraba lógica.

Más tarde descubrí lo encantadora y romántica, en el buen sentido, que era la película gracias a escenas como aquella bajo la lluvia de la que ya hablé aquí, o el momento en el que manda a la mierda la dote que tanto le ha costado conseguir. Desde entonces sueño con irme al lugar en el que se rodó, Innisfree, como hizo José Luis Guerín en su recomendable documental del mismo título.

Pero volvamos al oeste, el territorio natural de Wayne. Aunque no fue su gran papel, me encanta verle en Tres padrinos junto a Pedro Armendáriz y Harrey Carey Jr. -a cuyo padre Wayne homenajearía tocándose el brazo como él hacía en el fantástico final de Centauros del desierto-; también de capitán en La legión invencible, avanzando entre truenos con su largo guardapolvo, hablando frente a la tumba de su esposa -vamos, que ni Cinco horas con Mario-. Recuerdo alguna viendo junto a mi padre películas que no me gustaban tanto de él: Rio Lobo, El gran McLintock o El ángel y el pistolero.

Aunque me cueste reconocerlo -y más delante de mi progenitor- el bueno de El Duque -el auténtico y no ese sucedáneo televisivo- me hizo pasar tardes gloriosas de cine. Y sí, no he cambiado de idea: John Ford estaba secretamente enamorado de él.

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