Con La isla del tesoro todavía entre los libros de la mesilla, no pocas veces soñé con embarcarme en una aventura parecida de búsqueda de cofres llenos de monedas. Sin pensar todavía mucho en el pequeño problema que supondría para una fémina vivir en ese mundo de hombres -por más que Keira Knightley nos quiera demostrar lo contrario (y volvemos a mi vieja obsesión sobre si existe la mirada femenina y, sobre todo, si se tiene en cuenta)-, yo me veía como el grumete que iba a conseguir ganar mucho más que algunas alhajas del botín.

El género de piratas quiso recuperarse en la gran pantalla a lo largo de los 80 y los 90, pero no hubo manera. Eso sí, en el recuerdo de los más cinéfilos guionistas de esas décadas estaba presente la época dorada en que actores como Douglas Fairbanks, Errol Flynn o Burt Lancaster eran unos pícaros surcadores de los mares. Spielberg fue uno de ellos. Mientras disfrutaba de las mieles del éxito de su arqueólogo Jones, pergeñó una historia de esas que tanto le gustaban: había niños, aburrimiento y algo extraordinario a punto de pasar.

Así surgió la película de toda una generación: The Goonies. De darle forma de guión se encargaría Chris Columbus, más tarde director de Solo en casa; y Richard Donner, el de Arma Letal, la dirigiría. Cumpl 25 años y yo también he podido reírme evocando algunos de sus momentos más graciosos con amigos y compañeros. Especialmente ganaba por goleada el personaje de Gordi (‘Chunk’ en el original) un chico con aptitudes de artificiero: al pobre se le caía casi todo lo que tocaba -acuérdense de la figurita del David de Miguel Ángel perdiendo la parte “que más le gustaba a mamá”- y metía la pata hasta el fondo con los Fratelli. Éstos le pedirían que les contase todo lo que sabía, “desde el principio”, y el chico, claro, les soltaba con lágrimas en los ojos sus bufonadas más clamorosas desde que tuvo uso de razón. Una mina. Sobre todo cuando se juntaba con Slot, el gigantesco ser deforme que parecía homenajear Peter Jackson con su personaje de Gothmog en El retorno del rey.

La mayoría de sus actores debutaban en la cinta y se lucían. Podíamos ver a Josh Brolin, protagonista de No es país para viejos y el George W. Bush de Oliver Stone; o Sean Astin, Sam en El señor de los anillos, recordándoles aquello de “¡Los Goonies nunca dicen muerto!”. Más curtidos estaban el actor vietnamita Jonathan Ke Quan, que ya había debutado en Indiana Jones y el templo maldito y que aquí hacía del ingenioso cachivachero Data; o, sobre todo, Corey Feldman, el niño prodigio que creció fatal. Éste último era una mina de humor con su descaro, sobre todo cuando la madre de los Walsh le pedía que le hiciese de traductor para la asistente que habla español (italiana en la versión doblada) y la engañaba haciéndole creer que la casa era de unos narcotraficantes.
Los Goonies gusta por su concepción de la amistad –me encanta esa incidencia en sacar a todo el grupo en un plano-, su necesidad de búsqueda de aventuras, pero sobre todo por ese intento de evitar que un vecindario desaparezca a manos de un gran resort por falta de dinero. Cuantos echarán en falta que un barco con un tesoro como el de Willy ‘El Tuerto’ venga a rescatarlos…

Artículo publicado en El Confidencial

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