Mi padre, ordenado y clásico, las detesta. “Son un caos”, me dice.  Normal. Allí no hay ticket que valga: es sálvese quien pueda. 

Las pantallas de cine al aire libre no tardan en aparecer en cuanto llega el verano, pero, que me perdone mi progenitor, yo no puedo evitar asociarlas de manera irremisible a mi infancia. 

Me llevaba mi abuelo o mi madre y gracias a ellos vi todo tipo de cosas con el fiel acompañamiento del crujir de pipas, llantos de un niño o comentarios en alto.
 
En los pueblos había clásicos: o te ponían una de Bud Spencer y Terence Hill o alguna de Manolo Escobar. Sin ir más lejos me acuerdo de su escena cantando Mi carro, no sé si En un lugar de la Manga, mientras una fémina muy repintada se emocionaba mientras era retratada con uno de esos travellings de acercamiento un tanto ridículos -que ya sabéis que lo de enfatizar mediante movimientos de cámara bruscos no se inventó ahora-. A mí todo aquello, por más pequeña que fuese, me parecía de lo más hortera, pero invitaba mi abuelo, que era un tanto roñoso, así que, como en Ciudadano Kane, era una oferta que no se podía rechazar.

En otra ocasión acudí con mi hermana a ver algo muy diferente, La cosa, de John Carpenter. Ella disfrutaba cuando yo lo pasaba mal –era de las que gustaba de asustarme a la mínima ocasión- y tengo que reconocer que la película se me quedó en la cabeza mucho tiempo. Cosas como aquella del tipo que se convertía en una especie de arácnido era de las que no se olvidan. Con la ayuda de otro título fantástico, Alien -que también vi al aire libre-, me di cuenta de que había un cine capaz de inventar nuevos mundos ¿Recordáis aquel momento en que Ripley (Sigourney Weaver), después de lucir su larga anatomía en ropa interior, se ha de enfrentar al monstruo y para tranquilizarse empieza a cantar You Are My Lucky Star? Siempre, siempre, me viene a la cabeza. Su poesía te da que pensar acerca de Ridley Scott ¿Cuándo perdió su toque?
 
Me acuerdo que una noche de mucho calor vino al pueblo en el que veraneábamos uno de esos cines ambulantes de sabana cutre y película raída. Eso sí que era grindhouse y no el de Tarantino. Nos pusieron una italiana del tipo de las que se rodaban en Almería, y el celuloide daba más saltos que sus intérpretes a caballo. Había mucho sudor, algo de erotismo, muchos tiros y un doblaje que inducía a eso: a pegarse uno. Te sentabas en el suelo de la plaza y te aprovisionabas con palomitas de colores, chucherías y una buena botella de agua. En estos casos, la película era lo de menos.
 
Con el tiempo me dejaron de gustar. Ya sabéis, llega un momento en la vida de todo cinéfilo en el que te vuelves un sibarita. Inflarse a frutos secos en el cine deja de tener encanto, las sillas son duras y la gente no para de hablar. Lo que era pasárselo pipa se convierte en un tostón. No obstante, intento no perder la costumbre de ver algo al aire libre. Cuando llega el verano, intento pasarme por el cine Doré de Madrid, la sede de la Filmoteca. Cualquiera se resiste a ver un buen clásico aire libre. No está mal que de vez en cuando se consigan ver tantas estrellas en el cielo de la capital.

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