La primera vez que supe de su existencia fue con su ‘nombre de esclavo’: Cassius Clay. Se referían a él como un personaje que hacía oler a naftalina. La publicidad se encargó de recuperarlo en esa carrera-collage junto a otros deportistas para una marca de ropa deportiva, aunque también ayudó su presencia en los Juegos Olímpicos de Atlanta con la enfermedad del Parkinson a cuestas, evento en el que le dieron una medalla de oro en sustitución de aquella que arrojó al río tras recibir la negativa a servido en un restaurante de blancos.


Empecé a conocer su técnica viendo la herencia recogida por otros púgiles. En un programa que hablaba del arte en el cuadrilátero observé cómo luchaba un argelino que apenas se cubría con los guantes. Era de pies muy rápidos. Un auténtico bailarín.

Aunque definitivamente capté su esencia gracias, cómo no, a su recuperación por parte del fascinante Michael Mann en Ali (este domingo participo en el debate sobre ella en 13TV). Realismo en estado puro, demasiado quizá. Mann, un obsesivo de mostrar las cosas de una manera minuciosa, volvió a tirar de un metraje de más de dos horas en el que lo mejor es ese comienzo que concentra la esencia del personaje -una vía que podía haber utilizado en otros momentos del filme- y el combate final frente a Foreman, en el que Ali se hace verdaderamente consciente del alcance de su leyenda.


El año pasado se cumplieron 50 años de la primera gran victoria de Muhammad Ali y editaron un libro bestial en Taschen

Su técnica rope-a-dope debería estar muy presente en estos días: a veces hay que dejar que el atacante insista hasta que se canse y en ese momento dar el golpe maestro que te dé la victoria.

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