“Cuando era pequeña fui al circo pensando en colores y alegría, pero lo único que encontré fue decadencia y suciedad”. Podría empezar así un libro. El hecho me marcó bastante. Era una de esas pequeñas compañías de circo que recorren pueblos perdidos de la mano de Dios. Lo que pretendía ser una tarde de magia y diversión se convirtió en la constatación de que la miseria viajaba bajo una promesa de diversión infantil.
Traigo aquí estas sensaciones en unos momentos en los que Balada triste de trompeta está en los cines y Alex de la Iglesia (le adoro) también le sabe ver el halo terriblemente trágico a merodeadores de la pista como los payasos. Siempre serán tristes. A los que más cuesta arrancar unas risas, que diría un amigo.
Me acordé de todo ello también cuando descubrí la versión restaurada digitalmente de Lola Montes, la película en que Max Ophüls sacó todo el provecho que pudo del color que no utilizó en cintas como Madame de… o Carta de una desconocida. En ella, una exuberante Martine Carol daba vida a uno de esos personajes femeninos trágicos, una cortesana convertida en un gran número de circo amenizado por las palabras de Peter Ustinov (un señor que se merece un artículo para él solo).
Muy grandiosa también se mostraba La Lollo junto a los musculados Burt Lancaster (qué delicia verle hacer acrobacias) y Tony Curtis en Trapecio, otro dramón en los que las luces se vuelven sombras tras una peligrosa caída. El fabuloso mundo del circo, de Henry Hathaway -director al que no termino de encontrar el punto- me deja fría, mientras que El mayor espectáculo del mundo, de Cecil B De Mille tenía a James Stewart haciendo de payaso, lo que era un gran punto.
Qué lírica crueldad la de Fellini en La Strada con la gran Giulietta Masina y su irresistible ternura enfrentada a la rudeza de Anthony Quinn, que no podía hacer mejor de cabrón, uno de los más detestables. Era lo que tocaba: el hombre forzudo tenía que ser siempre el malo de la película. Recordad La parada de los monstruos, en el que los freaks se vengan de él de mala manera, o Una tarde en el circo de los hermanos Marx, con Harpo asqueado de hacer de su ayudante.
El payaso, sin embargo, era el que siempre estaba dispuesto a ayudar al resto, el ser de corazón noble que nunca conseguiría a la bella trapecista, enamorada como una tonta del forzudo, claro, o del domador -toda una mina para la psicología-. Un ángel de El cielo sobre Berlín quería convertirse en mortal por una de ellas, que volaba con una gracia poética -como lo es toda la película- sobre ese mecanismo de sueños en el que la cercanía de la muerte convertía su número en uno de los más emocionantes.
Ese halo trágico hizo que todo este mundo fuera irresistible, y ni esa tendencia tan presente en muchos niños a asustarse con los payasos pudo conmigo. Me sigue fascinando su más difícil todavía, la voluntad nómada de sus integrantes, el aire decadente. Pero, sobre todo el intenso brillo de la mayoría de sus estrellas… fugaces.