Arriba y abajo. Así se llamaba una deliciosa serie de lo más british en la que se exponían las diferencias conceptuales entre los señores y los criados, siempre en lugares que dejaban clara su posición en la sociedad. Abajo estaban las cocinas, las cocheras, las pequeñas y austeras habitaciones de la servidumbre; arriba, los aposentos suntuosos en que se libraban las más despiadadas batallas, ocultas tras una aparente calma y civismo.
Gosford Park fue una de las últimas y suculentas aportaciones. Tenía un reparto espectacular en el que Kristin Scott Thomas no podía ser otra cosa que una despiadada dama de la alta sociedad británica y Clive Owen empezaba a robar escenas como mayordomo de uno de los invitados que llegaban al lugar. La película tocaba todos los palos: desavenencias matrimoniales, ricos venidos a menos, sexo furtivo entre amos y sirvientas, rencores pasados y hasta un asesinato. El desaparecido Robert Altman demostró que se le daban como nadie estos tótum revolútum de historias y personajes, y que en el fondo la zona superior e inferior suele tener las mismas cosas de qué avergonzarse, solo que en este caso, la servidumbre encarnada en el ama de llaves y la cocinera, lo llevaban con mayor dignidad.
“Hay una cosa terrible en este mundo: todo hombre tiene sus motivos”. Se convirtió en la frase más asociada a Jean Renoir, una idea desarrollada en La gran ilusión, pero literalmente sacada de La regla de juego. Hace poco me pude hacer con ella en DVD, una oportunidad que todo buen cinéfilo no podía dejar escapar. En ella se exponían algunas de las paradojas que rodeaban a esa clase enriquecida pero en el fondo hastiada de sus ritos: las cenas de gala, los bailes o la caza, y que encontraba en la búsqueda de amantes la mayor de las aventuras. Mientras, los criados se dejaban llevar por lo inmediato y de vez en cuando les dejaban en evidencia. Pocas veces se vio tal control del espacio: parecía que el director dejase a su libre albedrío a los actores
Una figura siempre enigmática fue el mayordomo. Ese deberse al señor de la casa, compartir sus secretos más íntimos, estar siempre disponible… Hubo algunos que pecaron de excesiva inocencia y devoción, como en el caso del protagonista de Lo que queda del día, encarnado por Anthony Hopkins, que aguantaba sin inmutarse ciertas humillaciones. Parecía que no sintiese ni padeciese, pero, mucho ojo, era solo un libro cerrado que el ama de llaves en la piel de Emma Thompson estuvo a punto de abrir… Otros, en cambio, se mostraron de lo más manipuladores gracias al poder que adquiere el que controla todos tus aspectos vitales, y aquí es donde estremece el papel de Dirk Bogarde en El sirviente, doblegando poco a poco la voluntad de su patrón.
Pero también había vida entre pucheros. En uno de los momentos más regocijantes de la película Celebración -uno de los frutos más frescos que dio el movimiento Dogma-, Ulrich Thomsen, el hijo que acaba de revelar a toda la familia un secreto bochornoso, baja a la cocina, el único sitio donde pudo hablar del tema en su momento. Allí le animan, le defienden y se alegran de que aquello haya salido a la luz.
En el empeño de separar a servidores y servidos hay una tensión y, por lo tanto, mucho que contar. Es algo que tiene que ver con los disfraces que utiliza el ser humano que hace que estas películas siempre sean regocijantes. Algo que nos da que pensar sobre los subterfugios que nos buscamos para seguir sobreviviendo. Motivos, los llamó Renoir, y eso siguen siendo…

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