“Cae la nieve (…) Cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos”. Mientras comienzo a escribir ésta última entrega de mi blog, observo por la ventana, como el personaje de Gabriel Conroy que dice estas bellísimas líneas finales en Dublineses, un fenómeno que me recuerda a alguno de los momentos cinematográficos más inolvidables.
Si la lluvia siempre tuvo un aliento un tanto sensual que el cine supo aprovechar hasta sus últimas consecuencias –y de eso me encantaría hablar largo y tendido en otra ocasión-, la nieve, por el contrario, posee un tono nostálgico irresistible.
La bella luz blanca repartida en pequeños copos en movimiento brilló especialmente en las imágenes de la infancia del eterno Ciudadano Kane. Era el símbolo de la felicidad arrebatada, de la inocencia interrumpida evocada por medio de una bola de cristal de esas de juguete que se agitan y que acaba destrozada por los suelos en el inolvidable comienzo de la cinta de Welles.
Pero, mientras sigue nevando, son también otras las imágenes evocadas. Recuerdo una bella Nueva York invernal en Jennie, un soberbio trabajo en el que William Dieterle daba una lección de romanticismo alejado de cualquier ñoñería caduca. La composición de sus imágenes poseía un inmarcesible aliento artístico, muy en consonancia con la profesión del protagonista, -gran Joseph Cotten-, y sus encuentros con su musa venida de un lugar lejano.
Nevaba en ¡Qué bello es vivir!, en El bazar de las sorpresas, pero también en la indispensable Ser o no ser, con su “invierno de descontento” a causa de la guerra; o en la, quizá peor envejecida, Doctor Zhivago, con su historia de amor bajo cero.
El año pasado, sin ir más lejos, en Asuntos privados en lugares públicos, Alain Resnais utilizaba la caída de copos blancos como elemento de conexión entre sus historias y refuerzo de esas cadenas invisibles que poco a poco iban uniendo a todos los personajes. De otra, más lejana y algo irregular, Oneguin, me acuerdo con placer de la figura recortada contra el fondo níveo de Ralph Fiennes, con ropajes decimonónicos -gran sombrero de copa, abrigo largo-. Era un inquietante –como sólo lo puede ser este actor- ejemplo de la soledad y amargura por el amor perdido.
Aunque la nieve que vea caer es pasajera no lo son las sensaciones evocadas ni la ilusión por que la gran pantalla, en éstas como en tantas otras grandes historias, siga recurriendo a ella como elemento compositivo irresistible, como contrapunto a los estados de ánimo o como fuente de ráfagas de luz blanca cegadora. Al cine le sienta bien el blanco.