La llegada del verano me está afectando muy seriamente. Empiezo a necesitar explorar esas lagunas que tiene todo buen amante del arte que sea. Con el calor, vivo una fiebre de películas viajeras, de experiencias casi febriles en lugares abigarrados, de entornos extraños a uno mismo.
El otro día pude ver -¡por fin!- la edición especial de Avalon de La aventura, una de las películas eternamente pendientes de Antonioni. Me quedé impactada. Muchos me dirán que para ellos su cine es como el de Rohmer u otros, de esos de “ver crecer la hierba”, pero, sinceramente: qué pasada. Otros, para quedar bien, en seguida sacarán la coletilla de “cineasta de la incomunicación”, o se acordarán de Blow Up –que, menudo experimento narrativo- y poco más. Pero, como también me reconoció Miguel Ángel Barroso, gran experto en cine italiano y que le dedicó un libro, La noche es la que mejor resume su manera de hacer cine –y la que más me gusta personalmente-.
La aventura, el “reportaje sobre la belleza de Mónica Vitti”, que diría Juan Miguel Lamet, tiene, como la anterior mencionada, ese esteticismo y sensualidad arrebatada que me encanta en ese cine que, aun utilizando un conservador blanco y negro, empieza a perder la inocencia. También el influjo poderoso de una naturaleza imprevista y un punto clave: el rompedor capricho de cargarse a la protagonista en mitad del metraje sin decir a dónde va…
Pero no me quiero distraer demasiado. Ya saben que para mí mentar ciertas películas es como para Proust mojar la magdalena, por eso, no he podido evitar tener las mismas sensaciones profundas e hipnóticas de cuando vi ese Viaggio a Italia (Te querré siempre en español), ese desasosiego ante ciertas visiones incluidas en la visita turística de la pareja en apuros. Unos sentimientos ciertamente más humanos que el éxtasis estético que despliega Antonioni con sus espacios vacíos, con personajes estratégicamente situados (como muchos dirán, a la manera de De Chirico), como abrumados por el paisaje.
Pero en el séptimo arte, Italia siempre fue un escenario perfecto para, extasiados por la belleza de sus paisajes y sus construcciones inmortales, extraer ese ser verdadero, esas ansias escondidas. Por eso no pocas películas han hecho el viaje hacía ese país de ensueño; de hecho, se podría identificar todo un género dedicado a anglosajones transformados por el influjo de su visita.
Katharine Hepburn en Locuras de verano quizá no quede tan transformada, engañada como queda por los brillos de un falso cristal de Murano; pero sí Lucy Honeychurch en Una Habitación con vistas (por cierto, una muy buena lectura de verano) en ese beso apasionado frente a un paisaje embriagador. Las vacaciones en Roma de Audrey y Gregory, con su paso por las zonas más visitadas de la ciudad eterna, incluida la Bocca della veritá. Luego, cositas más recientes como Bajo el sol de la Toscana, el lugar para volver una y otra vez cinematograficamente hablando. La lista sería interminable.
El paisaje provoca sentimientos; los escenarios llegan incluso a enajenaciones temporales. Italia sigue respirando a través de los fotogramas y, mientras así sea, será imposible no tener alguna vez en la vida la tentación de ir por allí. Sobre todo si se es un buen cinéfilo…