Con la gran ilusión de conocer de cerca una gran cantidad de obras del que es uno de mis pintores favoritos, me pasé por el Thyssen esta semana. Marc Chagall es bondad, ritmo, colorido abrumador, energía, recogimiento, fantasía… Su capacidad de empatía hace que el espectador no pueda evitar esbozar una sonrisa ante sus obras.


Y es que no cuesta imaginarse al artista torciendo la cabeza en gesto cariñoso, como sus pinturas nos obligan muchas veces a hacer en ese irresistible mimetismo que se ve entre visitantes de exposiciones y obras expuestas. Rostros unidos, personajes flotando, gorros levitando. Una serie de elementos conectados como las notas musicales en una melodía irresistible.


Hay también en su trabajo una unión entre naturaleza y ser humano: ese precioso gallo abrazado por una mujer, aquella vaca siempre presente junto a los recuerdos de su humilde aldea, de su infancia en un pueblo de Bielorrusia, y diversas sensaciones con respecto a un matrimonio que se adivina dichoso. Él es a veces azul y taciturno, pero es visitado de repente por la calidez de su entorno familiar.

Las sensaciones encontradas también tienen su sitio. Momentos sobrenaturales, que no surrealistas -como se encarga de recordar la información de la muestra-. Ese guante negro, ese ojo que todo lo ve todo verde, esa farola que se decide a echar a andar en el fondo.

La geometrización de los elementos está presente y estiliza y embellece a sus personajes, acompañados de un simbólico colorido que mira hacia Oriente. Detalles, estos y otros, que nos llevan a disfrutar de esta oportunidad única. Chagall visita Madrid a lo grande y se convierte en la más absoluta de las felicidades para los ya rendidos a sus encantos y aquellos que también caerán. Una pequeña inclinación de cabeza será el comienzo.

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