Blue Valentine dejó claro a muchos cinéfilos que Derek Cianfrance era un director con el que empezar a obsesionarse. Por eso acudimos ansiosos a ver esta cinta con el protagonista de aquella historia de amor, Ryan Gossling, en un trabajo imperfecto pero fascinante y profundo: Cruce de caminos (The Place Beyond the Pines).
La historia tenía todo en su contra: tópicos que parecen sacados del cine de los 80 y 90, un aire resistible de telefilme y unos tatuajes que juegan al despiste, pero Cianfrance lo salva todo con un estilo y una fuerza por la que muchos directores venderían su alma. Un manejo de las tensiones sentimentales que trae a la cabeza a James Gray, más escondido tras el clasicismo, pero con la misma falta de pretensiones técnicas. Otro director que, como este, mira a los ojos de los personajes, y de cuyas películas nunca se podrá decir “la fotografía era muy bonita”. Aquí se viene a otra cosa.
Esta historia en tres actos se inicia con un portentoso plano secuencia en el que seguimos de espalda del protagonista. “Ven conmigo, te invito a que te involucres en mi historia”, parece decirte. Y tú, espectador deseoso de descubrir un relato que te enganche y no te suelte, allí que vas. Te introduces en su mundo y quedas desconcertado por sus puntos en común con tropecientas cintas sobre el outsider que vuelve y quiere tener un hueco en la historia que dejó a medias, que abandonó posiblemente igual que otras. Pero al igual que él, héroe discutible, decides que ésta en concreto quieres terminarla.
De una forma profunda y con una intimidad que ya estaba en Blue Valentine, se habla entonces de la paternidad, del legado que heredan los que vendrán, de la asunción de responsabilidades. Es una cercanía que te fuerza a mirar a tu alrededor para cerciorarte que estás en un cine y no asistiendo a uno de esos momentos de la vida real en los que el corazón comienza a latir más fuerte.
No todo encaja y hay momentos, especialmente hacia el final (me estoy esforzando por desvelar lo mínimo, que es lo que corresponde; aquí más que nunca) que se alargan demasiado, algo innecesario para una película que llega a las dos horas veinte. Además, la caracterización del personaje de Gossling es como cuando (y ya lo mencioné aquí otra vez) Visconti lleva a dos amantes en pleno conflicto íntimo al tejado gótico de la catedral de Milán: una distracción que no necesitamos.
Sin embargo, todo fluye mágicamente. Los estorbos son menores, porque con Cruce de caminos, Cianfrance demuestra dos cosas en las que es un maestro, dos cosas que suelen ser el gran problema de un ingente número de películas. La primera es su manera graduar las interpretaciones y que todas ellas estén jugando al mismo nivel. La segunda, el manejo de los tiempos: la duración de los planos (siempre cerca, casi siempre pertinentes), que hace que un material como este, nacido un tanto débil, salga adelante. Son los detalles que marcan la diferencia; que hacen que en otros el mismo material resulte ridículo.
En Cruce de caminos el conjunto es lo que importa. Hasta con esa delicada banda sonora de Mike Patton sentirás cómo se contribuye al peso de la atmósfera de la cinta, pero no recordarás su tema principal. Así debe ser. Y en su jugueteo entre el drama y el thriller te cautivará; te atrapará en su espiral de emociones, en sus giros narrativos. Aquí hay mucha verdad, y la verdad es algo que escasea. Tanto en la vida, como en la gran pantalla. Seamos felices de que trabajos así, con sus pequeñas imperfecciones, existan.