Relegados al segundo plano, pero convertidos muchos de ellos en el más poderoso de los apoyos. Eran capaces de desplegar en pocos segundos una chispa de talento que en no pocas ocasiones ennegrecía a los protagonistas. El cine actual se olvida muchas veces de cuidarlos y en no pocas ocasiones los críticos sienten que se repiten más que el ajo con aquello de “pelicula espectacular pero se olvida de los personajes, especialmente los secundarios”. Así se les llama, secundarios, pero en no pocas ocasiones son la tabla de salvación de una película.

Admito que durante un tiempo tuve verdadera obsesión por Joseph Cotten, el actor a la sombra de Orson Welles que me encandiló como pintor en la película Jennie. Era de una naturalidad pasmosa, y aunque lo tuvo muy difícil al lado del gran monstruo que era Welles, siempre estaba en su sitio. Era la voz que nunca sonaba más alta en un coro, pero que sentías que estaba allí, entonando de manera sublime la melodía que le tocaba.

Magnífico, pero que muy magnífico era Ward Bond. ¿Recuerdan sus reverendos en Centauros del desierto o El hombre tranquilo? También Lee Marvin en el papel de detestable Liberty Valance, otra de las películas de Ford. Y no me digan que no estaba contundente en La leyenda de la ciudad sin nombre. Me viene a la mente cuando entonaba aquello de que nació bajo una estrella errante y se me ponen los pelos de punta. Me encantaba la sorna de los dos: eran perfectos para poner la nota de humor en todas las historias.

Ernest Borgnine era otro de esos actores muy a la sombra que bordó cuando tuvo oportunidad papeles protagonistas como el de Marty. Era una especie de John C. Reilly, un actor actual que se lucía como nadie cantando en Chicago aquello de que Mr Cellophane. Los dos Walter, Brennan y Huston, el primero, el eterno compañero de correrías de Gary Cooper, y el segundo, aquel inolvidable personaje de El tesoro de sierra madre.

Especialmente fascinante fue la carrera de Karl Malden. Perteneciente a la secta del Actor’s Estudio, fue capaz de brillar al lado de un peso pesado como Marlon Brando en películas como Un tranvía llamado deseo o La ley del silencio. Su nariz rota de boxeador le ponía a la altura de otros feos ilustres al estilo del mencionado Borgnine: nunca serían los héroes que conquistan facilmente a la chica.

Casablanca no sería la misma sin Claude Rains, ni El crepúsculo de los dioses o La gran ilusión sin Erich von Stroheim, o Uno de los nuestros sin Joe Pesci. Tampoco Magnolia o Fargo sin William H. Macy, otro de los últimos ilustres secundarios del cine moderno. Traffic sería una sosería si por ahí no apareciera Benicio del Toro, hasta nos daba igual que hiciera de mexicano poniendo acento de colombiano.

Pero cerca ya del cine más actual, he de pararme a confesar mi devoción por Ed Harris. El secundario de secundarios. Ya fuese como mafioso de una Historia de violencia, policía en no sé cuantas historia como Adiós, pequeña, adiós, o fantastico maestro de ceremonias en El show de Truman o Apollo 13 el tipo siempre hacía sombra a todos. Y ¿qué me dicen de su papel en Las horas? Entre tanta talentosa mujer su papel de escritor enfermo de sida era de los que te desgarraban sin remisión.

Seguro que les pasa: se acuerdan de una película por esos minutos de gloria que les dejó un actor por lo general demasiado particular en sus facciones como para llevarse todo el protagonismo. Esos a los que un director debía dosificar su energía para no desequilibrar el resultado final. Los mismos que supieron ver que ocupar el segundo puesto solo era pura formalidad: la pantalla, finalmente, siempre les daba la razón.

(Publicado originalmente en El Confidencial el 17 de octubre de 2024)

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