En mis años mozos y más vulnerables, El acomodador me dio un consejo que desde aquel momento no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. “Cuando sientas deseos de criticar una película, piensa en cómo se podría haber hecho de otra manera”.

He salido del cine saturada y, por momentos, me he aburrido (esto es muy Carlos Boyero…) , pero El acomodador guardaba una sorpresa inesperada. Música de Jay Z, excesos estilísticos, Leonardo DiCaprio…, todo estaba en su contra, pero a él le ha gustado la película. ¡Le ha gustado!

 “Pero ¿qué querías? Los personajes son huecos, casi estereotipos que solo saben vivir en la opulencia. Además, la música encaja dentro de esta locura”; y remata: “Para algo más decadente y menos festivo está la de Redford de los 70”

No salgo de mi asombro, pero me da qué pensar. Sobre todo porque sí, sigo teniendo en cuenta el consejo ese que no me ha dejado de dar vueltas en la cabeza.  Y es que es inapelable que un retrato de la decadente opulencia de una sociedad previa a la crisis del 29 resulta pertinente, y por tanto justifica ese “¿por qué ahora?” que debemos plantearnos ante cualquier recuperación de un material ya adaptado o pasado de moda. También que la historia era el vehículo perfecto para que su pareja artístico-sentimental, Catherine Martin, se luciese no solo en lo que se antoja como un titánico diseño de producción, sino también en el de vestuario.

Baz Luhrman es un nuevo Visconti. Le gustan las cosas a lo grande, el recargamiento, el decorado con épica. También en lo sonoro. La saturación es esencial. Hay una conversación y suena la música de fondo en todo momento, algo se tuerce y añade el sonido de un disco de vinilo que se ralla… Para él, más es más, pero, curiosamente, para el resultado final, todo ello resta, conduce a menos: te saca una y otra vez de una narración en la que de por sí los personajes de Fitzgerald se caracterizan por una empatía muy reducida. No hay donde agarrarse. O te rindes a su estética, o mueres. O bailas con él, o no hay diversión.

Luhrman quiere dejar su sello, demostrar que es un artista de lo audiovisual con coherencia. No hay discusión. Pero todo artista evoluciona. En su caso ¿para qué hacerlo? Sus cintas conectan perfectamente con un público que quiere ser atronado, que todo resuene en un interior, el suyo, en el que no va a haber elementos que interrumpan el eco. Es el here we are now, entertain us de Nirvana que recuperaba en su Moulin Rouge. Hay siempre una más o menos calculada sobreactuación, un exceso de ralentización de escenas, de repetición. Y, por supuesto, sus queridas escenas de masas, donde no puedes evitar ver mucha impostura.

Si se piensa bien, El gran Gatsby era un material perfecto para Luhrman. Pero podría haber disimulado su entusiasmo, la verdad.

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