Recuerdo una larga escena nocturna en la que una coqueta Maud (François Fabian) arropada con una manta peluda conversa con el atractivo Jean-Louis Tringtinant de dilemas como la existencia de Dios. Poca cosa. La nieve cae fuera mientras en esa habitación se cuece una noche inolvidable para un personaje que no tardará en casarse con su novia de toda la vida.
Éric Rohmer murió ayer a la edad de 89 años y su cine era eso. Una conversación en apariencia liviana, pero llena de profundos temas vitales. Era intimismo. Era sencillez. Era auténtica vida. El propio Gene Hackman en la película La noche se mueve diría que ver una de sus películas era “como ver secarse un cuadro”. Pero fue más amable –y acertado- el señor que lo tradujo al español como “es ver crecer una planta”.
No hagamos titulares grandilocuentes ante la desaparición de uno de los grandes del cine francés. Fue clave en la Nouvelle Vague y la prestigiosa Cahiers du Cinéma, cuna de muchos de sus cineastas. Pero ante todo Rohmer es el director que te seduce con sus pequeños universos. Unos días de verano en los que se busca qué hacer, un encuentro casual y sus pequeñas consecuencias, una pequeña historia de pasión que pasa sin más.
La mencionada Mi noche con Maud fue el gran descubrimiento de una tarde de filmoteca pero prontó vinieron otras cintas, como La rodilla de Clara, que volvía a descubrir la pureza sensual de sus imágenes, y cómo momentos de una intensidad emocional inigualable pueden diluirse como el sol en la oscuridad. Recuerdo El rayo verde con ternura, con una protagonista un tanto desgraciada en busca del amor que llegaba a ver el fenómeno en un instante cinematográfico que era oro puro. También otras que han envejecido peor, como El amigo de mi amiga, La buena boda o Pauline en la playa, que amenizaron un verano muy relajado.
El amor despues del mediodía descubría su capacidad de hacer historias más complejas que esas comedias ligeras de los 80. Pero sobre todo los Cuentos de las cuatro estaciones siguieron confirmando su maravillosa capacidad para el enredo sentimental. Se le tachaba de lento, pero el secreto estaba en dejarse invadir por la suave melodía de sus conversaciones; descubrir qué escondía la barrera de las palabras, análogas de las puertas de Lubistch. Solo había que rascar un poco para descubrir alguna de las lecciones vitales más provechosas.
Resulta curioso que su testamento cinematográfico fuese Romance de Astrea y Celadon, una película de una pureza, de una inocencia tan manifiesta, esa que hace sonreir a los espectadores más escépticos. Fue un pequeño pulso al cine de efectismo de grandes medios, ese que, según sus palabras, “hubiese hecho menos bueno su cine”. Rohmer volvió al final a la esencia del séptimo arte y por eso estoy segura de que no querría grandes titulares. Solo un pequeño gesto cómplice del que sólo alguien como él se percataría.