Hace poco lo volví a ver. En un periódico de gran tirada publicaban su foto como uno de los platos fuertes de una exposición de Edward Steichen para Vogue. Ahí estaba él, un tanto repeinado y vestido de traje de chaqueta con un pañuelito blanco en la solapa. Su rostro de perro bonachón le hacía accesible, pero su mirada, sus labios y su percha inigualable para un hombre tan alto como él, le convertían en uno de los actores más irresistibles que han desfilado por la gran pantalla.
Gary Cooper siempre fue uno de los que más me hizo suspirar, sobre todo en su etapa más temprana –por eso mi fotito de cabecera de él no sería como la que utilizaba Mercedes Sampietro en Gary Cooper que estás en los cielos, en la que estaba más talludito-. Yo también haría como Marlene Dietrich y me arrancaría mi collar de perlas y correría tras él por el desierto aunque tuviera que ir descalza. Bueno, a lo mejor estoy exagerando, pero lo cierto es que en la estilizada Marruecos comprendía a la perfección a la alemana rindiéndose al amor fou. Si fuera enfermera, también me enamoraría sin remedio de él, como hizo Helen Hayes en Adiós a las armas, el sumun del romanticismo. Sobre todo en ese final desolador.
Cooper siempre me pareció de esa gran estirpe de actores de Hollywood que quizá no terminaban de entender la idiosincrasia de sus personajes, que no comulgaban con la intelectualidad de guionistas o directores, pero sabían dar carisma a todas sus interpretaciones. Tanto que quizá no pasaban de interpretar el mismo papel con pequeñas modificaciones, pero era un placer sin fin.
Ejemplificaba a la perfección al hombre impasible y de principios. Por eso quizá una de sus películas más emblemáticas sea Juan Nadie, donde se convertía en un héroe a su pesar y donde nos costaba verle de vagabundo: su elegancia natural le delataba. Pero quizá la película que primero venga a la cabeza de muchos sea la de Solo ante el peligro, que ponía al desnudo la cobardía de una comunidad incapaz de ayudarle a plantar cara a unos delincuentes en busca de venganza. En ella sólo le podría ayudar la bellísima Grace Kelly, una pareja cinematográfica que no podía estar más a su altura.
No me digáis que se pueden resistir a su presencia en la divertida Bola de fuego haciendo de profesor despistado, o intentando comprar un pijama sin pantalones en ese soberbio arranque de La octava mujer de Barbazul. También rodeado de misterio en la arquitectónica El manantial, o en la febril Beau Geste, haciendo otra vez de legionario.
Trabajó con los mejores, aunque quizá no en sus películas más emblemáticas: Billy Wilder (Ariane), Ernst Lubitsch, Howard Hawks, William Wyler, Josef von Sternberg, William A. Wellman, King Vidor o Frank Borzage. Fue un gentleman… norteamericano, que, sin pararnos a rebuscar detalles escabrosos de su biografía, hizo suspirar a millones de mujeres de muchas generaciones.
A mí también me pasó. Y me sigue pasando. Le veo en el desierto otra vez de uniforme y no puedo evitar pensar en seguirle.
Homenaje al actor en el 50º aniversario de su muerte. Artículo publicado originalmente en El Confidencial