Las butacas de los cines más exquisitos no suelen tener, por lo general, un lugar para bebidas. Pero en nuestra casa, como amos y señores de lo que nos rodea, no pocas veces una copa de vino se convierte en el acompañamiento perfecto con el que regar una gran película. Eso sí, tiene narices -y nunca mejor dicho- que la pantalla no haya sabido devolver la pasión que muchos le ponemos al tema. Todo ello a pesar de que una legión de tradicionalistas –entre los que se puede contar a mi padre- se empeñan en que el vino tiene que saber a vino y que eso de los aromas a “frutos rojos, regaliz o espárragos” es para darse importancia. Me cuesta reconocerlo pero, visto lo visto, a veces pienso que tiene más razón que un santo.
Creo que es cosa sabida en el mundillo enológico, que una de las películas que mejor ha sabido reflejar el encantamiento de sus efluvios ha sido Entrecopas. Es perfecta para acompañarla con un buen pinot noir y con un merlot, más normal para experimentar las sensaciones contrapuestas con respecto a las dos uvas de nuestro inteligente pero algo inmaduro protagonista. Estas palabras en boca de Virginia Madsen, resumen la filosofía del buen apreciador de vino: “Me gusta pensar la evolución del vino, como si fuera una cosa viva. Me gusta imaginar cómo fue el año en que crecieron las uvas, si fue un verano soleado o lluvioso… cómo era el clima. Pienso en toda esa gente inclinada, eligiendo las uvas…”.
Recientemente recuperé, gracias al festival Cine Gourland de Getxo, Guerra de vinos, una película que desperdiciaba la historia genial de un británico que organizó en 1979 la que se conoce como Sentencia de París. En ella se hizo una cata a ciegas de vinos franceses contra californianos de uvas cabernet sauvignon y chardonnay, competición que dejó en evidencia a los caldos galos. Es por eso que quizá sería bueno regar este filme con un buen vino del Valle de Napa. También pensando en despistar a la vista con el gusto y el olfato, por aquello de no prestarle mucha atención a una dirección pésima.
Aunque buscando cosas imposibles, no está de más mirar de nuevo a la filmografía de Peter Sellers, el hombre de las mil caras. Si nos acercamos a la cinta Hay una chica en mi sopa, en la que el actor británico daba vida a un experto en gastronomía de la televisión, encontramos un aprieto en el que quizá se hayan visto en su iniciación al mundo del vino. Una divertida Goldie Hawn descuidaba una lección esencial a la hora de catar vino: había que saborear y escupir, porque si no corrías el riesgo de terminar borracha, como así sucedía. Hasta Woody Allen experimentó sus amables bondades acompañado por Diane Keaton en una cata de postín a la que acudían en Misterioso asesinato en Manhattan. Chispa y alegría, que necesitan de vinos capaces de funcionar como un buen postre.
El vino, sabemos, es una afición cara. Por eso no es de extrañar la gran cantidad de empresarios, grandes y pequeños, que han soñado con experimentar las vivencias de Russell Crowe en Un buen año. Muchos lo han cumplido con ayuda del interés creciente por una gastronomía de la que tanto se escribe y se quiere saber. Aunque también en plan ensoñador se planteaba Un paseo por las nubes en su esfuerzo de trasmitir los delicados cuidados que necesitan las vides.
Entrecopas dio en el clavo, pero tenemos sed de más cine maridado con vino. Algún ejemplo que nos descubra la capacidad de la gran pantalla para captar la esencia de tan efímero arte. Aquel en que, para saber si es bueno, “la respuesta está al final de la botella”.