Hace tiempo que tengo ganas de escribirle pero no terminaba de atreverme. Como la ocasión -con perdón- la pintan calva, me he decidido a hacerlo ahora que se vuelve a hablar de usted. Ya sabe que no hay nada como juntar años para hacer una noticia: los 30 que hace que abandonó el mundo de los vivos.
Si, como usted decía, el cine era como un trozo de tarta, sus trabajos me provocaron un exceso de glucosa. Su humor negro, su erótica sutil, su crueldad darwiniana, sus protagonistas fantasma –hembras alfa de la talla de la madre de Psicosis o la tal Rebeca-, sus inolvidables insertos -ya sabe, no hay suspense si no se nos informa del peligro de una situación y los elementos que van a entrar en juego-, sus besos apasionados con trucos geniales -el de Vértigo, claro-, sus persecuciones trepidantes, y, cómo no, el descubrimiento del momento en que iba a hacer su tradicional cameo. Si es que hasta sus cintas menos valoradas, cositas de nada como Yo confieso o Falso culpable, me hacían disfrutar de lo lindo.
Y es que ver una de sus películas era reconciliarse con el séptimo arte; el recurso perfecto para que alguien poco apasionado del cine clásico empezase a prestarle un poco de atención. Vital en todo ello eran unos finales que cortaban la respiración: Vértigo y el campanario, Encadenados y el botón del seguro del coche, el tren entrando en el túnel en Con la muerte en los talones o todas esas aves acechando en Los pájaros. Y ¿qué decir de su toque psicoanalítico en películas como Recuerda o Marnie, la ladrona?
Eso sí, también he de agradecerle algún que otro trauma. Uno de mis recuerdos infantiles es el terror que me producían algunas escenas de Psicosis. Me costó mucho dejar de pensar que mientras me estaba duchando podía aparecer una sombra humana un tanto siniestra. Tanto pavor me daba ésta y otras escenas, que mi acercamiento al filme en cuestión fue progresivo: primero sin música de Herrmann, después, añadiendo poco a poco el sonido. Pero había tantas cosas más. Un arcón grande en un salón me hacía albergar oscuras sospechas -la culpa también era de Arsénico por compasión-, y un agente policial debidamente ataviado con unas gafas de sol de aviador era como para echarse a correr.
Como morena, su obsesión con las rubias me llamaba particularmente la atención. Nunca sería el angelical y platónico objeto de deseo. Más bien me tocaba hacer de ama de llaves y azuzar a la pobre Joan Fontaine en Rebeca mientras mostraba mi ambigüedad sexual, o aquella que ha de teñirse el pelo por culpa de una obsesión con su toque de necrofilia. Eso sí, nunca sería la pobre incauta a la que le llevan el vasito de leche con sorpresa, ni aquella que sufre traumas de índole sexual-freudiana, ni a la que atacan violentamente los pájaros asesinos. Y es que, como nos recordaba Guillermo Cabrera Infante, “Hitchcock amaba a las rubias, pero se casó con una morena”, así que debía vengarse de ellas de alguna manera.
Hace pocas noches pude volver a disfrutar de Encadenados, y más allá de sus travellings, del estudio del hombre inferior dominado por su madre o del encanto de su final, me quedé con ese pequeño momento en que Cary Grant tapa con un pañuelo el estupendo vientre de Ingrid Bergman para que no coja frío. Era un detalle encantador de un cineasta morboso que tanto nos hizo disfrutar. El mismo que consiguió que no olvidásemos cerrar con pestillo nuestro cuarto de baño.
Artículo publicado en El Confidencial