¿Serán celestiales los besos que se dé con Marilyn en el más allá? Porque no creo que en ese lugar tenga a Hitler a mano para besarle en la boca y arrepentirse profundamente de haber comparado su opresión labial con la de Monroe. Aunque sus razones tenía: después de tropecientas tomas en Con faldas y a lo loco, la cosa perdía toda la emoción.
Han pasado unos días desde que Tony Curtis nos dejó. Fue en una jornada en la que España hacía números sobre la huelga, así que los periódicos no hicieron mucho caso a otras cosas. Como hija que tanto le debe a la educación cinéfila de corte clásico recibida por su progenitor, quería acordarme de él, quien, sin ser santo de mi devoción, he de reconocerle algún que otro milagro.
Curtis no nació para ser el protagonista, el gran galán, sino aquel personaje con cierto atractivo que ocultaba no pocas dobleces. Por eso, papeles como el de Fugitivos –que le brindó una nominación al Oscar-, pero sobre todo el de Albert DeSalvo en El estrangulador de Boston le dieron un considerable reconocimiento.
En los dorados años del VHS una persona de mi entorno vivía obsesionada con grabar su filmografía más conocida. No tardó mucho en hacerlo. De hecho, lo que más le costó fue hacer acopio de los capítulos de la serie Los persuasores, que protagonizó junto a Roger Moore. Y es que hemos de reconocer que Tony tuvo una carrera más bien dispersa en la que brilló por encima de todo una película: la mencionada Con faldas y a lo loco.
Ayudado por el gran Billy Wilder, hizo del travestismo un arte y, a pesar de que resultaba difícil llegarle a la suela de los zapatos a su partenaire, Jack Lemmon, llevó los suyos de tacón con una gracia de la que no muchas pueden presumir. La verdad es que ayudaban a completar el cuadro feminizado unos rasgos finos que, por otro lado, también le hicieron muy idóneo para el papel del sensible y tentador Antonino en Espartaco, la otra película que le hizo famoso.
Mientras Laurence Olivier le explicaba aquello de saber apreciar tanto ostras como caracoles en esa escena recuperada hace unos años de las garras de la censura, muchos podían confirmar las posibilidades de una ambigüedad más que evidente que, parece que no se plasmó en vida. Tuvo seis mujeres y la más admirada de ellas fue sin duda la primera: la bellísima Janet Leigh, con la que estuvo casado más de diez años.
Llego tarde. Lo sé. En mi twitter no será lo mismo. Pero sin saber qué más motivos dar para justificarme, traigo hasta aquí las palabras geniales de un guión que se han convertido en el epitafio de Curtis: “Nadie es perfecto”.