Siempre resulta un verdadero placer echar un vistazo a alguna de las creaciones de David Mamet. Su historias de trampas con individuos de talentos ocultos son irresistibles. Ahora las tablas del Teatro Español de Madrid reciben su adaptación más premiada, Glengarry Glen Ross, con la que consiguió el Pulitzer en 1984. Dedicada a su adorado Harold Pinter, el texto tiene mucho del desaparecido dramaturgo inglés: cierto toque absurdo y la sensación de que el lenguaje siempre juega malas pasadas y se muestra como un instrumento imposible para la comunicación. Todo ello junto a los típicos juegos mametianos que obligan a una tacto especial en la dirección de sus obras. Tenemos la oportunidad de comprobar si la cosa funciona de la mano de Daniel Veronese y con un reparto masculino atractivo, y, como veremos, más que inspirado.

Glengarry Glen Ross habla de la lucha de varios vendedores inmobiliarios por subsistir en tiempos de crisis y lo hace con cuatro escenas contundentes: tres cara a cara en un bar y una gran escena final en la oficina. En apenas hora y veinte minutos el director argentino logrará desplegar todas sus buenas artes teatrales, que le han convertido en la gran referencia del teatro independiente de su país, y que aquí en España tan buen recibimiento han tenido gracias a obras magistrales como Mujeres soñaron caballos o Un hombre que se ahoga.

Veronese es un mago, un director exquisito y detallista que puntua tan bién las interpretaciones de los actores, que a penas queda marca. Hablan unos con otros, se pisan, no se escuchan, se gritan –el juego de intensidades es perfecto, impactante-, de manera que cumple, como pocos, lo que dice: “Solo busco que haya verdad en el escenario. Que no aparezca el texto, ni las actuaciones, ni las indicaciones de dirección delante de todo lo que vemos. Busco que el teatro esté sostenido exclusivamente por el suceso que estos personajes jugarán. Busco la máxima vía de comunicación”.

Capítulo aparte merecen sus actores. Fabulosos. Veronese repite con Ginés García Millán, más conocido por su faceta televisiva, pero un actor a reivindicar continuamente sobre las tablas. Ejemplifica con perfecta contención, pero sin perder un ápice una contundente presencia, al hombre de negocios oscuro e imprevisible. Alberto Jiménez es el tramposo por excelencia, brutal en sus arranques de rabia; mientras que con sus pequeños detalles Andres Herrera da perfecta réplica al resto. Gonzalo de Castro, el que más texto tiene para lucirse, aprovecha la oportunidad; mientras Carlos Hipólito convence con la desesperación del trabajador que se ha dejado el pellejo en todo lo que hacía y, aun así, ha de seguir arrastrándose.

Nada estorba, todos los objetos están muy medidos, a la manera dreyeriana; todo fluye, las cadencias son fascinantes. Y con todo ello Veronese se vuelve a llevar el gato al agua con un montaje acertadísimo que le confirma como uno de los grandes de la escena. (Crítica publicada el 14 de diciembre de 2009)

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