Mujeres soñaron caballos fue la contundente carta de presentación en nuestro país del director y dramaturgo argentino Daniel Veronese. Con este magnífico montaje acogido por el Centro Dramático Nacional, demostró ser dueño de un estilo dramático único en el que las acciones de sus personajes se concentraban, haciéndolos estallar de ira y al momento dejarlos mudos, mientras por detrás uno de los personajes jugaba sin parar con una pelota de baloncesto.
Hay en Un hombre que se ahoga también una pequeña pelota de baloncesto pasando de mano en mano, pero sobre todo el mismo gusto musical a la hora de concebir un montaje, logrando aceleramientos, ralentizaciones y pausas capaces de crear una melodía dramatúrgica insuperable. Solo este estilo explica cómo se puede concentrar en hora y veinte la obra de Chejov Tres hermanas, otro de esos ejemplos de personajes bañados en su melaza de insatisfacción vital tan habituales en el escritor ruso.
¿Y cómo logra tan buenos resultados? Para empezar, Veronese decide que los personajes femeninos sean interpretados por hombres y viceversa. Primera decisión que agudiza la capacidad de atención del espectador, creando una incertidumbre inigualable, una tensión que hace reflexionar acerca de los modos y costumbres de la época. Aquí las mujeres mayores flirtean con los jovencitos y son, debido a su posición social, las mejores opciones de casamiento. También son ellas las que toman las decisiones, las que se baten en duelo, las que trabajan… en fin, las que salen a cazar mientras los hombres recolectan.
Es ésta la primera de las tensiones que surgen de la obra, despues toda una serie de momentos de violencia: tortazos y peleas; así como esos momentos iniciales en los que son los propios actores los que avisan de que se apaguen los móviles porque la obra va a empezar, un acto que impide nuevamente al espectador relajarse. Veronese quiere removerte en la butaca y para ello no dudará en recrear las llamadas a la puerta con los golpes de los pies sobre el suelo al unísono, o simplemente con el juego de dentro y fuera de escena que se trae con esas sillas que rodean el centro escénico. En ellas se sitúan los actores que están fuera de escena. Pero no siempre. Hay momentos en que desde ahí se inicia algún diálogo o en los que los actores hacen gestos y dirigen sus miradas hacia alguno de los personajes que están dentro.
Pero la cosa no se limita solo a esto. Hay momentos de confesión realizados desde unos reclinatorios –exacta la escenografía que crea también el director-, desde los que los actores miran al público, rompiendo como al principio esa cuarta pared, en un juego brechtiano inagotable y riquísimo que funciona gracias al magnífico elenco de actores. Ellos redondean la jugada de Veronese, un mago de la dramaturgia que esperamos que siga su magnífica alianza con el Centro Dramático Nacional, pues de sus manos ha salido lo mejor visto últimamente en las paredes de sus dos escenarios, el teatro Valle-Inclán y el María Guerrero de Madrid.
(Artículo publicado originalmente en El Confidencial el 6 de noviembre de 2007)